_Abel Jaramillo_ Volcanes con las manos_06/09_26/10/24_dossier
Aquí todo es pequeño, cercano y accesible. Puedo con el
filo de la uña aplastar los volcanes […]
Mapa
W. Szymborska
Una carta es un ejercicio de escritura y también un viaje. Hay algo de viaje al escribir, hay una imagen latente en cada parte de un vocabulario. Imágenes y textos que arrastran instantes de un lugar a otro. Un diálogo sostenido en la distancia, pausado. Que espera paciente a ser leído, que aguarda con calma una escucha. A veces es la confirmación de
que todo sigue como lo dejaste: “por aquí todo igual”, “estamos bien”. Y muchas veces no hay respuesta, pero esperamos que haya un Sandor Krasna que nos escriba desde algún lugar del mundo. Aunque no haya respuesta, aunque sea ficción.
— Estuve allí, junto al volcán.
Alguien escribe esto tras su visita a Pompeya en el reverso de una postal. Pienso en un personaje que podría leer esto al recibir una postal desde Nápoles. Estuve allí, entre la ruina y la historia, diría. Pienso en un personaje que mira fijamente a cámara y dice: Estuve allí, haciendo un ejercicio de imaginación: imaginando la vida, las escenas cotidianas de aquel lugar. Para ahora contarte que estuvo allí imaginando la vida y las escenas cotidianas, que aquellas piedras son estos recuerdos, que aquel fuego, que aquel friso, que aquella columna, que aquel cuerpo. Y hace fotos. Del volcán, de una casa, de una vasija, de aquel letrero, de aquellas piedras en el suelo… Y a tu historia le sobran imágenes.
Miles de turistas que hacen fotos, que escriben postales, que envían mensajes, que recuerdan a sus conocidos y amigos que estuvieron allí.
— Estuvimos allí, junto al volcán.
Esto lo dije yo recientemente, cuando subimos al volcán de El Gasco, en Las Hurdes. Llegamos al pueblo y había un grupo de personas reunidas frente a una casa, justo donde terminaba la carretera. Es aquí. Preguntamos a algunos vecinos por el volcán. Uno dice que allí no hay nada para ver, otra que hay que subir con mucho cuidado porque una vez tuvieron que rescatar a unos que se perdieron, otro que tenemos que darnos prisa porque parece que va a comenzar a llover. Nos dieron varias indicaciones y consejos para llegar hasta el volcán. Llega una ambulancia en ese momento y se dirige hacia el grupo de personas que estaban reunidos. No quisimos preguntar.
Seguimos las indicaciones que habíamos recibido y las que encontramos por el camino. Es un camino en espiral. Somos cinco. Durante la subida encontramos diferentes inscripciones con pintura amarilla sobre las rocas: una flecha, otra flecha. Sobre esta última, leo: “El volcán” y, a escasos metros, un pequeño dibujo de un volcán en erupción. Tiene la forma que pensamos que tienen los volcanes, una especie de trazo piramidal, o casi triangular, de base plana y con algunas lineas en la parte superior que representan la erupción. También leo: “Que lo pases bien”, y me pareció como recibir una carta anónima por el camino de alguien que conoce tu viaje.
Tras el camino en espiral, finalmente llegamos al volcán. Dudamos si este era el lugar. Unas grandes rocas con ciertos tonos amarillentos nos reciben. Un musgo verde rodea piedras y árboles que se retuercen en el horizonte. La luz atraviesa los árboles de una manera muy peculiar hasta tocar el suelo verde y húmedo. Se puede ver un chorro de agua caer desde el otro lado. Uno podría pensar que es cualquier lugar menos un volcán. De hecho, no es un volcán. Lo hemos nombrado así, pero no es un volcán. Parece que se trata del impacto de un meteorito hace millones de años. Ya en el pueblo, leo en el suelo: “Dolores”. Y luego: “artesanía”. Hablamos con una vecina que vende aún algunas artesanías con piedra pómez y nos explica que prácticamente no quedan ni piedras ni artesanos. Compré un colgante y una de las pipas que ella misma realizaba. La piedra volcánica de la pipa parece una miniatura de un volcán y recuerdo que puedo con el filo de la uña aplastar los volcanes. Me resulta curioso que al utensilio de madera para prensar el tabaco en la pipa se le conozca popularmente como “uña”. Me gusta pensar en esta pequeña escala: la de un cráter con el diámetro de un dedo. Y que una uña pueda estar unida al dedo o ser de madera y prensar el tabaco en una pipa. O apagar un fuego, aplastar un volcán. Ser un vocabulario, pequeño, claro, que oculta un abanico de posibilidades, que tiene una manera propia de referirse al volcán, aunque no sea un volcán; que no nombra al meteorito, por si tampoco lo es. Que dice en voz baja algo pequeño, como una aspiración, un susurro inverso, una calada, un borde de madera en el filo del labio y la erupción de piedra volcánica entre los dedos. Sin nombrar. Como un secreto.
— Estamos aquí.
En el impacto del meteorito, en el mismo cráter del volcán, dentro de una pipa encendida, en el nombre equivocado, entre árboles y musgo verde, entre las ruinas mismas de la ficción, haciendo volcanes con las manos.
Con el apoyo