Ricardo Cases_Un ambiente soleado_15/12/17_14/02/18_Dossier
Nací en un planeta inhóspito y rocoso, dominado por una estrella demasiado cercana. En mi cielo rota una bola de fuego inmensa que no me atrevo a mirar directamente. Me he acostumbrado a vivir con su aliento abrasador en el cogote, humillando la cabeza. La única forma de contemplarla sin riesgo es buscar discretamente su sombra en superficies, su reflejo en pozos o espejos. Con la técnica adecuada, y conociendo las distancias del cosmos, uno puede aprender a orientarse triangulando con respeto, con temor.
Mi estrella me envía constantemente radiación de un modo masivo y no solicitado. Supongo que tanta energía es un regalo, quizás bienintencionado pero fuera de toda proporción; no sé qué hacer con él. Si hay algún tipo de Dios creador detrás de esto, ignoro cuáles pueden ser sus motivos y qué espera que haga con esto. Mi cuerpo no soporta tanta temperatura, mi retina no está adaptada para una cantidad de luz tan grande y mi cerebro no es tampoco capaz de procesarla bien.
Aquí, si te quedas quieto al sol durante unos minutos, tu sombra queda impresa en el suelo como una serigrafía. El terreno está lleno de marcas, de impresiones de seres y cosas que estuvieron allí en algún momento y dejaron para siempre la huella de su presencia, como fósiles de luz. De adolescente jugaba a eso, pero quedarse quieto a cielo abierto es exponerse a sufrir lo que aquí llamamos un error de sol, un golpe de luz al cerebro que le deja a uno desorientado, en marasmo, sin capacidad para entender. Al modo de la polilla, cuanto más ciego está uno más busca la luz sólo para chocar con ella improductivamente una y otra vez, sin capacidad para salir de ese ciclo. Si te sorprende el error de sol estando solo, es fácil morir. De todos modos, las zonas de sombra están también tan poderosamente irradiadas por los reflejos de las otras superficies que solo en la cueva está uno seguro.
Algo muy parecido les sucede a los relojes y brújulas, que congelan el tiempo y el espacio al ser sometidos a la radiación directa. Yo sufrí un error de sol grave una vez, de muy joven, y mi percepción quedó parcialmente dañada para siempre. Además de la dificultad física de ver, tengo la imposibilidad de entender gran parte de lo que veo. Cada vez que salgo al exterior tengo que aprender a mirar de nuevo, como los niños. En ocasiones, cuando algo me sorprende, me quedo mirando fijamente y la persistencia retiniana es tan grande que tengo que correr a la sombra y acabar de comprender lo que veo más tarde, con calma. Dicen que todas las células del cuerpo se renuevan varias veces a lo largo de nuestras existencias, salvo las neuronas y la retina, que tenemos desde el nacimiento y son para toda la vida. De este modo, mi retina quemada va almacenando capas y capas de imágenes grabadas, un palimpsesto de todas aquellas cosas que en algún momento vi y me impresionaron. Ahí las tengo todas, y cuando descanso en la cueva las voy mirando con la esperanza de poder entenderlas más adelante.
Hubo un tiempo en que este chorro de luz sin control era algo llamativo, y gentes de todas partes venían a conocerlo. Ahora todo eso se terminó: mi tierra quedó ya insolada, agostada, arrasada. Ahora la radiación es tan intensa que acaba con cualquier forma de vida distinta a la mía. Estoy solo en mi desierto con mis fósiles de luz y mi estrella que abrasa, esteriliza, mata todo.
Luis López Navarro